sábado, 16 de octubre de 2010

0 Hooligan: producto exquisito (2 de 3)

¿Cuál es la explicación de este curioso fenómeno? Descartemos de entrada la tesis ideológica según la cual la violencia de los hooligans es una herencia de las reformas económicas de la señora Thatcher, que habrían convertido a la sociedad británica en la de mayores desequilibrios y sectores de más alta pobreza en Europa occidental. En verdad, Gran Bretaña tiene hoy día una de las economías más prósperas del mundo; y, gracias a aquellas reformas, que el gobierno de Tony Blair está profundizando, se ha reducido el desempleo a unos índices mínimos (un 6%). Si la pobreza y los abismos entre ricos y pobres fueron factores determinantes de extravíos futbolísticos cada semana habría verdaderos apocalipsis en todo el Tercer Mundo y buena parte del primero.
Si la razón no es económico-social, como les gustaría a los progresistas, ¿cuál es entonces la explicación de que uno de los países más civilizados del planeta experimente esta manifestación sistemática de barbarie que es el fenómeno del vandalismo futbolístico? Un indicio interesante, para ensayar una respuesta, es la procedencia y catadura de los hinchas ingleses capturados y encarcelados a raíz de los destrozos en Marsella. Vaya sorpresa: el energúmeno llamado James Shayler -cien kilos de músculos, barriga cervecera y tatuajes de pirata en los antebrazos- a quien, armado de un garrote, millones de televidentes vieron hacer añicos un Mercedes Benz, es un respetabilísimo ciudadano de Wellingborough, Northhamptonshire, que adora a su esposa y a su hijita, y que ayuda a las ancianas a cruzar las esquinas. Los vecinos entrevistados por los periodistas declaran, estupefactos, que les cuesta reconciliar a la bestia agresiva que pulverizaba tunecinos en Marsella el 15 de junio con su civilizado comprovinciano, a quien creían incapaz de matar una mosca.
Idéntico pasmo manifestaron los empleados del correo central de Liverpool, al enterarse de que dos colegas suyos, Chris Anderson y Graham Whitby, a quienes los jefes tenían por puntuales y celosos funcionarios, figuran entre los forajidos borrachos condenados en Marsella, en juicio expeditivo, a dos meses de prisión y a no ser admitidos en territorio francés durante un año. La lista que aparece hoy en The Times de hooligans detenidos con las manos en la masa durante la orgía destructiva, no puede ser más impresionante: un ingeniero, un electricista, un ferroviario, un bombero, un piloto y, en general, empleados, estudiantes u obreros tecnificados. No aparecen entre ellos casi desclasados, gentes sin oficio, aquellos seres de vida marginal a quienes un persistente estereotipo sociológico suele presentar como los responsables de esos estallidos de violencia ciega, que protestarían de este modo contra la injusticia social de que son víctimas. En verdad, no son indispensables las estadísticas para concluir que el hincha promedio difícilmente podría ajustarse al prototipo del ciudadano sin trabajo, arrojado al paro por la inhumana reconversión industrial resultante del desarrollo tecnológico, sobreviviendo a duras penas gracias a la seguridad social. Quien se halla en esta condición carece de los recursos básicos que permiten al hooligan hacer lo que hace: desplazarse en trenes, aviones o autobuses por las ciudades europeas, pagar las caras entradas del fútbol y macerarse en litros de cerveza hasta desembarazarse de todos los frenos que la civilización inocula al individuo para que, en vez de dar rienda suelta a sus instintos y pasiones, actúe de acuerdo a ciertas normas, dictadas por la razón.

Mario Vargas LLosa

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