miércoles, 9 de noviembre de 2011

0 Los cubiertos y el honor

Recuerdo aún la máxima oída cuando niño. «Si eres invitado en un restaurante, jamás se pide algo que no pedirías pagando. O que sabes no te pagarían tus padres». Era esa tan sólo una de las reglas de todo un código —que aumentaba en densidad con la edad— cuyo objetivo no era otro que el de educar a los niños con un cierto tipo, no de sentimiento, de sentido del pudor. Como otro consejo tantas veces oído cuando aprendíamos juegos de mesa. «Aléjate siempre de quien hace trampas, pero también del que bromea con ellas. Tan tramposo es uno como el otro». Se podrían tomar por meras reglas de urbanidad y educación. Como las más elementales que te inculcan muy pronto a no saltarte la cola, a levantarte cuando llega una mujer o una persona mayor y, fíjense que antigualla, a dar siempre preferencia en el paso a las mujeres. Muchas de esas reglas están hoy en desuso y otras son ya desconocidas. Cualquiera explica hoy por ahí que los huevos fritos no se cortan con el cuchillo, que el cuchillo no se chupa o que no se deja la cuchara dentro de la taza del café. Pequeñas reglas de un código de conducta. En cuyo cumplimiento era factor esencial ese sentido del pudor. Hay cosas que se hacen así. Porque no hacerlas así conlleva un reproche. Que no tiene por qué venir de otros. Sino de uno mismo. Hay cosas que están bien y cosas que están mal. No da lo mismo. Nunca será un pecado, ni una maldad dejar la cuchara en la taza del café. Pero es una infracción estética. Como lo es gastar más porque paga otro. O enriquecerse del sufrimiento ajeno. Ahí está el germen de la vergüenza. En las cosas más nimias. Y en las más profundas. La vergüenza que se siente por no haber ayudado a un débil en apuros frente a matones en el recreo. O la que impide unirse a matones triunfantes. La de permitir que otro sea castigado por una culpa propia. La que se debe sentirse al abusar de una posición de fuerza o superioridad. Al hacer algo que sabes no es digno. ¿Digno de qué? Digno de uno mismo. Y ahí entra el juego este otro concepto —tan devaluado él—, el honor. El pudor funciona como un manto protector del honor. Y evita situaciones en las que éste pueda ser cuestionado. Por otros o uno mismo.
Herman Tertsch/ABC
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