lunes, 19 de marzo de 2012

0 Bicentenario de la "Pepa"

12

[...]La Constitución del 12 fue una obra maestra de nuestra capacidad de improvisación, tanto más fecunda y crecida cuanto más graves resultan las dificultadas objetivas. Una ciudad asediada en un país en guerra, desangrando bajo la doble hemorragia de la invasión extranjera y del desgarro civil. Una élite política aglomerada de cualquier manera en un empeño visionario a despecho de sus mutuas desconfianzas. Un bombardeo sistemático y, para colmo, una epidemia. De aquel estado crítico, propicio al desastre, surgió sin embargo una declaración angular de enorme clarividencia político-jurídica, una modernísima alianza de soberanía, un ilustrado sueño de libertades plasmado con prodigiosa lucidez en medio de una atmósfera semirrevolucionaria de idealismo. Era un texto tan inspirado que superaba las condiciones reales de aquella España agraria de curas, caciques y cabreros, mucho más próxima al pragmatismo pancista y cínico de un Fernando VII al que le costó bien poco trabajo cargarse el invento. Aquel cabrón sinuoso e hipócrita conocía bien el punto débil de un país acostumbrado a descreer de sí mismo.
El desengaño de la utopía liberal de los pioneros constituyentes acabó, como casi siempre, entre paredones y venganzas. El espíritu de Cádiz triunfó en América para demoler un Impero resquebrajado y sin cohesión, pero en España no pudo alumbrar más que la nostalgia de las oportunidades perdidas. El resto de las constituciones decimonónicas apuntaló la certeza de una nación incapaz de encerrar sus demonios, y la de la segunda República nació contaminada por el virus de la hemiplejia. Sólo en el 78 supimos los españoles idear un compromiso razonable de convivencia duradera, pero tal parece que ya nos aburrimos y damos en pensar que toca volver a lo que de verdad nos gusta, que es el enredo en frustrantes y cíclicas pasiones inútiles. Como nunca se celebran los descalabros, al conmemorar la vieja Pepa doceañista nos invade la ensoñación romántica, solemne y melancólica de las grandes emociones y nos hace olvidar que la democracia suele funcionar mejor con una cierta dosis de rutina.
Ignacio Camacho

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