miércoles, 23 de mayo de 2012

0 Últimas horas con Ernest (I)

«País Vasco. Ven y cuéntalo». El póster, con esta leyenda y una gigantesca ola como las que rompen sobre la playa donostiarra de La Concha, está pegado a la pared con tiras de celo. A su derecha, de sendos percheros funcionales cuelgan una bufanda con los colores blaugrana y una rebeca gris. En el resto del habitáculo, en la cuarta planta de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, reina un desorden calculado para dar cabida a miles de libros. Se desparraman por estantes y mesas hasta sepultar el aparato de música donde el mismo martes sonó, para deleite de un melómano rescatador del olvido de libretos de ópera de catalanes ilustrados, el CD de Gidón Kremer Hommage a Piazzola. También hay libros y manuscritos sobre el gastado sofá en el que una vieja manta a cuadros rojos y negros habla por sí sola de las furtivas siestas breves del incansable catedrático. «Venía mucho», dice el profesor Gaspar Feliú, una de las últimas personas en verle con vida el martes, mientras recorre el despacho que ETA ha vaciado para siempre: el de su amigo de 63 años Ernest Lluch Martín.

Entre las cuatro paredes de chapa de aglomerado ha quedado fijada para siempre la historia de un hombre sabio y heterodoxo, dispuesto incluso a oír a quienes nunca condenarán su asesinato («¡Gritad más, que mientras gritáis no mataréis», les espetó, durante un mitin en Donostia en apoyo a su amigo Odón Elorza, en plena tregua). Allí, en su despacho, entre universitarios a los que tutelaba, vivió sus últimas horas. Imposible, si nadie te guía, encontrar entre tantas pertenencias un objeto que aluda a su etapa de ministro de Sanidad y Consumo (1982-1986) en el primer Gobierno socialista. Pero lo hay, y cuelga de una pared.

Se trata de una fotografía autografiada del Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal, fechada el 1 de mayo de 1922, que Lluch se trajo de su paso por Madrid. Al retrato le acompaña un párrafo sobre el problema de España: «Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados...». Casi un siglo después de que aquellas palabras fueran escritas, otra fotografía nos revela que aún hay quienes se niegan a sumarse a la civilización. Es la imagen sencilla, rotunda, de una ausencia definitiva: un póster, que simboliza la Euskadi de donde Lluch quiso ser vecino; una bufanda, muestra de un inequívoco catalanismo culé, y una rebeca, que resume una vida entregada a la docencia y la investigación.

Por todo eso, y por elevar la voz contra la sinrazón, le mataron de dos tiros a bocajarro. Fue el martes, pasadas las nueve de la noche. «Estoy cansado, me voy a casa», le dijo a la mayor de sus tres hijas, Rosa, profesora desde septiembre en la misma Facultad. El día había sido largo.

Ernest Lluch clausuró la víspera, el lunes, con una tertulia sobre el Barça en la emisora de La Vanguardia (Rac-1). Dormía poco. Madrugó el martes para hacer oír su voz en el País Vasco a través de Radio Euskadi. Parecía un día cualquiera, pero serían las últimas horas con Ernest.



Ildefonso Olmedo
El Mundo,26 de noviembre del 2000

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