lunes, 16 de julio de 2012

0 A los 800 años de la Batalla de las Navas de Tolosa



800 años se cumplen hoy. 800 hace desde que la unión entre tres reyes españoles significara un enorme cambio en el porvenir de España y de Europa. El Rey Alfonso VIII de Castilla, alarmado por la amenaza expansionista musulmana, que ya dominaba Al-Ándalus desde mediados del siglo XII, organiza una cruzada conjunta con el Reino de Navarra y la Corona de Aragón contra los almohades, gracias a la mediación del Arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, y el Papa Inocencio III. Diferentes milicias de estos reinos cristianos, unidas contra el enemigo común. Medina del Campo, Madrid, Soria, Palencia, Almazán, Medinaceli, Béjar o San Esteban de Gormaz fueron algunas de las milicias más importantes por parte de los castellanos. A las tropas de Navarra y Aragón, también hay que añadir otras provenientes desde Europa, sobre todo desde Narbona, Burdeos y Nantes. En total, unos 100 mil hombres por parte de los reinos cristianos. Por parte musulmana, el ejército del Califa almohade Muhammad An-Nasir, reunía en torno a 120 mil hombres entre infantería ligera marroquí, infantes voluntarios de Al-Ándalus, caballería africana, tropas de Egipto y Libia, y esclavos de Senegal.
16 de julio de 1212. Santa Elena, Jaén. Con las primeras luces del día, se puso en marcha el avance cristiano, hostigado por una lluvia de flechas. Los almohades, que doblaban ampliamente en número a los cristianos en aquel lugar, llevaron a cabo la misma táctica que años antes les había dado tanta gloria: los voluntarios y arqueros de la vanguardia, simulaban una retirada inicial frente a la carga, para contraatacar luego con el grueso de sus fuerzas de élite del centro y atacar sin descanso. A su vez, los flancos de caballería ligera almohade, equipada con arco, trataban de envolver a los atacantes. En el Cerro de los Olivares, muy cerca de Santa Elena, los cristianos dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los almohades. Querían alcanzar el palenque fortificado donde Al Nasir había plantado su tienda roja y donde leía sobre su escudo el Corán. Como estaba previsto, la vanguardia cristiana era comandada por el vasco Diego López de Haro II, que con jinetes e infantes castellanos, aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga, quedando frenada en sangriento combate con la segunda. Milicias enteras, como la de Madrid, fueron aniquiladas.
Al verse rodeados éstos por las fuerzas almohades, acude la segunda línea de combate cristiana. Tras ella atacó la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las órdenes militares como núcleo duro, aunque sin lograr romper tampoco la resistencia almohade. Pero habiendo avanzado mucho, y rodeados por los enemigos, los cristianos comenzaron a sufrir una situación crítica: junto a López de Haro, a quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos, se batían luchando hasta el final. Todo era insuficiente, la batalla parecía perdida. Rodeados, los cristianos no podían maniobrar: ya no sólo peleaban por la victoria, sino por la vida

Las tropas de López de Haro, recordado históricamente tras la batalla como el hombre que repartió entre los más necesitados de las tropas castellanas su parte del botín, habían sufrido terribles bajas. Al ver retroceder a los cristianos, los musulmanes rompieron su formación para perseguirles exaltados, lo cual fue un grave error táctico que los cristianos supieron aprovechar de forma inteligente. Los flancos de la milicia cargaron contra los flancos del ejército almohade, estirados hacia el centro, igualándose ambos bandos en apuros. Fue entonces cuando Alfonso VIII, visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso al frente de la línea de reserva con la Cruz y con la espada, tragó saliva, y volviéndose al arzobispo Ximénez de Rada gritó: “Aquí, señor Obispo, morimos todos”. Y picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y de Navarra, viendo esto, se lanzaron igualmente al galope desde ambos flancos. Los tres reyes cabalgaron juntos por las lomas de Las Navas, con su exhausta infantería gritando de entusiasmo mientras abrían sus filas para dejarles paso.
Las mesnadas, que eran lo más granado del ejército cristiano, se lanzaron entonces por el centro que la caballería enemiga había dejado abierto al lanzarse tras los cristianos. Por si esto fuera poco, para los musulmanes se había producido la retirada de los guerreros andalusíes como venganza por la muerte de Abén Cadis. La carga de los reyes y caballeros cristianos infunde ánimos que hacen renovar el brío de la infantería contra los musulmanes. Según algunas fuentes, fue cuando el propio rey Sancho VII de Navarra aprovechó la ocasión y se dirigió directamente a la tienda de Al-Nasir. Los caballeros navarros, junto con parte de su flanco, atravesaron su última defensa. A partir de ahí, todo se sucedió en un desastre musulmán: el ejército almohade se hundió, e inició una retirada a la desesperada con Al-Nasir a la cabeza. La victoria estaba ya del lado del bando cristiano. En el momento que los arqueros musulmanes no pudieron maniobrar ante las líneas tan juntas, su táctica se vino abajo, y la carga y el coraje de la caballería pesada cristiana se volvió imparable.
Finalmente, fueron 25 mil los cristianos que murieron, por unos 50 mil musulmanes. Tras la batalla, los cristianos toman Baeza, Úbeda y Jaén, mientras el califa Al- Naris decapitó a los príncipes andalusíes por la mencionada retirada del campo de batalla. Pero más allá de lo inmediato, la victoria en las Navas de Tolosa había significado ya un cambio. La presión cristiana sobre los musulmanes era ya un hecho, y España se mostraba como punta de lanza de Occidente. Como consecuencia de esta batalla, el poder musulmán en la Península Ibérica comenzó su declive definitivo y la Reconquista tomó un nuevo impulso que produjo en los siguientes cuarenta años un avance significativo de los reinos cristianos, que conquistaron casi todos los territorios del sur bajo poder musulmán.
Así pues, de cara a Occidente, esta victoria significó el impedimento total para que los musulmanes no prosiguieran, desde Al-Ándalus, extendiendo sus dominios hacia el resto de la Península Ibérica siguiendo hacia el norte. Fue un punto de inflexión cultural, sin duda. Respecto a España, la unidad en la batalla de los reinos cristianos no sólo significó un triunfo de arraigo identitario religioso frente al invasor, sino que sentó las bases de la posterior unidad territorial y geográfica que siglos después rubricarían los Reyes Católicos, y que significó nuestra época dorada. La del desarrollo y las conquistas, la de las artes, las ciencias y las letras: el inicio de la Edad Moderna para España entendida como tal.
De ahí la suma importancia y trascendencia de esta efeméride. Por ejemplo, la bandera de Navarra tiene el porqué de su simbología en Las Navas. Las cadenas que forman su escudo de armas simbolizan el trofeo de guerra que suponía para los cristianos las cadenas de los esclavos de Senegal musulmanes. Sin embargo, el renombrado esplendor de aquellos conquistadores es poco recordado actualmente, cuando no desconocido. Un silencio inexplicable, un sonrojo lamentable. Una historia de gloria contada desde el complejo, que es el peor de los enemigos del hombre, que creó la Leyenda Negra en este país. Una tierra que ha hecho Historia, pero que le ha dado miedo escribirla. Y como dijo Miguel de Cervantes, “la historia es émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. Pues bien, sirva este pequeño recuerdo y tributo histórico para reivindicar con más fuerza que nunca en la España de hoy los valores de unidad, honestidad y valentía de aquellos héroes anónimos del ayer. Porque son éstos, y no otros, los verdaderos mimbres de los que deben estar hechos los hombres y mujeres de España.

Luis F.V.


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