sábado, 15 de septiembre de 2012

0 De la grada a la trinchera (II)


La muerte de Tito en 1980 inicia un potencial proceso de desmembramiento que durará toda la década. En realidad, y pese a la duración de su mandato, Tito nunca llegó a resolver cuestiones nacionales básicas. Las identidades de cada uno de los pueblos balcánicos, aunque adormecidas, siempre permanecieron latentes y fue tras la muerte del Mariscal cuando esta hibernación comenzó a desperezar. Varios factores hicieron de despertador, casi todos ellos derivados de una traumática transición al capitalismo. EEUU abrió su mercado a Yugoslavia antes que a ningún otro país del Este liberado de la URSS. Este comercio fomentó el crecimiento de la zona norte (Croacia y Eslovenia) que vieron lastradas sus economías por la improductividad del sur (Montenegro, Macedonia). Debido a esta circunstancia algunos historiadores consideran la maniobra estadounidense una estrategia bautizada como ‘revolución callada’. También las clases altas serbias estaban molestas por el injusto reparto de la riqueza con musulmanes y albaneses (estos últimos habitantes, en su mayoría, de Kosovo), de menor poder adquisitivo. Con el paso de los años la crisis se acentuó y las distintas repúblicas dejaron de cumplir sus compromisos con el Fondo Común de Yugoslavia. Croacia producía el 22% de la Industria del país, por el 6,1% de Macedonia o el 1,8% de Motenegro, mientras que Eslovenia exportaba el 28,8% de la producción yugoslava por el 1,3% de Kosovo o el 1,6% de Montenegro.
Al escenario económico se unió el político. Croatas y eslovenos entendían la democracia de una forma federalista y consideraban “artificial” la Yugoslavia unida. Por su parte, los serbios tenían una visión mucho más centralista y autoritaria. Entendían que los demás pueblos eslavos del sur están en deuda con ellos y su aspiración, aunque federal, pasaba por que todo gravitase alrededor de Belgrado.
Este paisaje fue provocando un desgaste social que fomentó las expresiones nacionalistas y la propaganda religiosa, étnica y nacional: “Nos obligan a los croatas, católicos y europeos, a vivir bajo la dominación de pueblos ortodoxos y bizantinos”, aseguraban los líderes en Zagreb. A finales de los 80 la fragmentación política de Yugoslavia era un hecho; no en el gabinete de Belgrado, que negaba cualquier conflicto, pero sí en la calle y, también, en los campos de fútbol, un microcosmos donde la guerra llevaba diez años fraguándose con escandalosa evidencia. Sólo al final de la década los políticos comenzaron a quitarse las caretas: Croacia y Eslovenia pusieron sobre la mesa sus reivindicaciones identitarias en 1989, definitivamente impulsadas por la toma del poder yugoslavo de Slobodan Milosevic.
Milosevic, serbio, comenzó a una serie de maniobras que terminaron de dar forma al independentismo de Eslovenia y Croacia. Además de cambiar la letra del himno y de utilizar el alfabeto cirílico para trámites legales (empleado sólo en Serbia), quiso renovar algunos protocolos, como los votos del Consejo (de forma que el voto de Kosovo perteneciese a Serbia) o instaurar la política de una persona un voto, aprovechando la mayoría serbia en toda la república. Enfrente, Croacia y Eslovenia. Ambas abandonaron el Congreso Extraordinario de la Liga de Comunistas de Yugoslavia celebrado en enero de 1990 —un último intento de salvar Yugoslavia— y propusieron crear una federación de seis repúblicas. Milosevic lo rechazó, pero tras semanas de negociaciones se acordó convocar, por primera vez desde la reunificación, elecciones regionales en cada una de las repúblicas. Durante las semanas en las que se llevaron a cabo estas negociaciones políticas, la calle vivía su proceso paralelo. Esos días la prensa yugoslava recogía incidentes entre jóvenes croatas y serbios, cada vez más frecuentes. En marzo, durante una marcha en Split, un joven recluta del Ejército Yugoslavo fue asesinado dentro de su tanque. La HRT, canal croata, también dio cuenta de disparos contra bases del ejército en distintos puntos del país. Con este escenario de tensión creciente llegó el día de las elecciones. Y ocurrió lo previsible: en Serbia y Montenegro ganan los líderes partidarios de la unión yugoslava y en Eslovenia y Croacia vencen los nacionalistas. La situación se hace irrespirable. Tudjman, nuevo líder croata, comienza a planear la independencia. Entre sus medidas hay algunas antiserbias, como la rebaja de categoría ciudadana a la población serbia de Croacia (que era el 12,2%). A la vez, en Belgrado, dos personas son asesinadas en una manifestación contra Milosevic y el Ejército Civil Yugoslavo (de mayoría serbia) decide involucrarse en políticas de Estado. Yugoslavia entra en hemorragia. En ese momento, en este contexto, es cuando llega el tren. El tren cargado con tres mil ultras serbios, que descienden al andén y ponen sus botas en suelo croata.
Nacho Carretero/Jot Down

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