viernes, 23 de noviembre de 2012

0 No retuitear


Cada vez que veo a un compañero entrar compulsivamente en Twitter para ver si han 'retuiteado' su último reportaje o verificar que no ha bajado de los 1.332 seguidores, uno se acuerda calladamente del cocinero Bernard Loiseau, aquel chef que se disparó con una escopeta de caza en la cabeza después de que una guía gastronómica rebajara la calificación de su restaurante.

No digo yo que el desenlace funesto vaya a alcanzar a todos los colegas por un quítame allá esos 'followers'. Pero sí que hay cierta pulsión enfermiza con el clic autopromocional, una desmedida obsesión por vendernos. Como si intuyésemos que, en medio de este cataclismo oscuro, tuviéramos que lanzar un bengala que dibujara nuestro nombre iluminado en el cielo.

En la insana pirotecnia del ego, el que pierde es siempre el lector. Para hacer carrera en la profesión, antes tenías que pelarte el culo, despanzurrarte en el barro y hasta acumular media docena de querellas. Para hacer carrera hoy, basta con que manejes todas las teclas del márketing.


"Da igual que no se tenga nada que decir", me confesó un amigo. "Lo importante es estar".

Fue Santiago Segurola el que una vez dijo que no entraba en Twitter porque no le gustaban "los bares de borrachos". Uno entiende el desahogo, pero sólo suscribe la mitad del aserto del maestro: porque en los bares de borrachos tú sí puedes oler a ginebra, tú sí puedes ver unos ojos vidriosos como los del último Claudio Rodríguez, tú sí puedes escuchar el sonido de una tragaperras. Y todo eso es materia prima que a un reportero le sirve.

Ya lo escribí hace tiempo: antes, cuando alguien tenía algo importante que decirte, te mandaba un telegrama; hoy, cuando alguien no tiene absolutamente nada que contarte, te envía un 'tuit'.

Frente a los nobles motivos que justifican las redes sociales (qué se yo, compartir un texto de Gay Talese, ayudar a frenar un desahucio, no perder un contacto de la infancia, tratar de salvar al Real Oviedo), hay toda una marejada/marejadilla de ágrafos arribistas que vienen a escribirlo todo en 140 caracteres. Son esos mismos que ya te miran por encima de la tableta digital, en una metáfora de estos tiempos en que el continente es más importante que el contenido.

Mi hijo mayor tiene ocho años y una necesidad animal de hacer cosas con su padre. Entre otras cosas, porque la manada sólo está junta tres cuartos de hora al día, esos 45 minutos que van desde que suena el despertador hasta que entra al colegio. Esa espiral estresante del desayuna-recoge-lávate los dientes-vístete-prepara tu mochila-ponte el abrigo-te quiero mucho.

Ocurrió una tarde de sábado en que teníamos delante el 'Cocodrilo sacamuelas' y me tocaba turno. Alguien me envió un mensaje y lo contesté. El intercambio anodino se prolongó durante cinco minutos. Cuando volví a la realidad, el momento se había escapado.

"Quieres al móvil más que a mí", zanjó. Su hermano (cinco años) no dijo nada. Pero una hora después tiraba el Nokia por el retrete como quien se deshace de un competidor.

La tecnología es maravillosa cuando no nos esclaviza: lo urgente nunca puede estar por encima de lo importante. Hoy, el móvil queda aparcado al salir del trabajo. Sólo cuando no están ellos, doy de comer a mi tamagotchi.

Todavía hay gente que me dice que porqué no me abro una cuenta en Twitter.

Pedro Simón

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