miércoles, 12 de diciembre de 2012

0 Cartas de César González-Ruano a Emilio Romero (III)




Diciembre, 1958.

Querido Emilio:

A mi edad, puedo permitir que se me haga cualquier injusticia, pero difícilmente perdonarme a mí mismo el hacerla yo.

Acertada, desde luego, tu determinación espontánea de suspender mi colaboración. Egoístamente esta determinación coincide con que me alivia del trabajo que menos me convenía, aunque no fuera el que menos me interesara. Partiendo de la seguridad inicial que tienes de que yo acepto de pleno, y sin intento de arreglo tu idea, de que consiento hasta en la ya más peregrina de que me concedas la libertad, según tu propia expresión, debo, si no ya al Director, al amigo, que corrió aquel día a la cama donde estaba muriéndome, aunque él en el uso de su derecho, no de un deber, no se explique, una explicación. Uno de tus más asiduos colaboradores vino a explicarme el ataque –que no puedo juzgar yo mismo- que me hiciste en la Televisión, lugar en el que también trabajo. Eran unas declaraciones públicas bien terminantes. Eso provocó mi telegrama que no has debido meditar en tu prudente comedimiento, en lo que tenía de natural reproche legítimo e incluso cariñoso. El telegrama decía textualmente: “Me alegra infinito tu nuevo triunfo y siento no poder corresponderte en algunas apreciaciones literarias demasiado públicas. Punto. A mí, privada y públicamente, me gusta siempre lo que tú haces. Punto. Felicidades.” O sea, que yo no correspondía a tu gratuita impertinencia, no por ninguna bondad, sino porque a mí en cambio me gustaba tu labor, tu manera, lo que había dicho siempre pública y privadamente. Sigue en pie lo que tú has dicho, tu ofensa, y no se puso en pie ninguna ofensa mía. Ni se pondrá, querido Emilio.

No volveré a escribir en Pueblo. Pero no me perdonaría yo –en tanto que vamos muriéndonos- que esto quedara confuso. Tanto que iré a verte a ti, al que me vino a ver un día a Cuenca, para despedirme. Si Dios te nubla la cabeza de soberbia de tal modo que no me quieres ver, ya es otra cosa. De ciertos pasos no me arrepentiré nunca. Y uno de ellos es el de subir las escaleras de Pueblo para decirte personalmente: adiós.

Te saluda, César González-Ruano.

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