miércoles, 24 de abril de 2013

0 La alegría del error


Errar es humano, dijo un pato mientras se bajaba de una gallina. Yo crecí oyendo ese chiste en casa, y les voy a decir por qué. Para mi familia yo era el niño más torpe y distraído del mundo. Tropezaba con los peñascos, compraba lo que no me habían encargado, dañaba el juguete de Nochebuena antes del amanecer. Siempre era yo el que nombraba lo innombrable, el que hacía la pregunta indiscreta, el que confundía al vecino vivo con su hermano muerto, el que pulsaba el timbre en la casa deshabitada, el que rompía el jarrón predilecto de la abuelita, el que llevaba la libreta de Geografía a la clase de Matemáticas. El que pisaba el orín del perro.
Todos podemos contar más o menos la misma historia. Hoy todos vemos esas pifias de la infancia como anécdotas. Sin embargo, en su momento algunas de ellas me pusieron en aprietos. Me avergonzaron, me angustiaron, me hicieron sentir limitado frente a lo que estaba más allá de mis narices. Los niños no conducen ebrios por las autopistas ni le adeudan dinero al fisco, pero cometen errores que también tienen un costo. Cuando tenía nueve años le pegaba coscorrones a Huesito, el niño más enclenque del salón de clases, y cuando tenía doce le robé una gallina a una anciana del barrio. Lo primero me valió una paliza del hermano mayor de Huesito. Lo segundo, una zurra de un tío.
En la infancia uno empieza a forjar el método con el cual sortea los errores inocentes o culposos que comete. Desde niño ya sabía, por ejemplo, que siempre me iba a dar pavor hablar en público y, sin embargo, tenía claro que me tocaría hacerlo una y otra vez aunque me muriera del susto. De ese modo me adiestré oportunamente en el manejo del ridículo, un monstruo del que nadie se encuentra a salvo.
Siempre que acepto hablar en público me invade la sensación de haber cometido un error. Cuando me niego a hacerlo, también. Uno puede equivocarse tanto si actúa como si se queda quieto. Puede juzgar mal, puede fracasar con las mejores intenciones. Conviene saber eso a tiempo. La mejor forma de aprender a enmendar los errores es cometiéndolos. Así conocemos el mundo y descubrimos de qué material estamos hechos.
Asumir nuestras burradas es disfrutar. El hombre decae cuando renuncia a la manzana para aferrarse a su mísero espacio en el paraíso. Que no sea tu cuerpo la primera sepultura de tu esqueleto, aconsejaba Jean Giradoux. Por algo la palabra ‘errar’ sirve indistintamente como sinónimo de equivocarse y como sinónimo de andar. Al fallar comprendemos, nos endurecemos, avanzamos.
Me gano la vida cometiendo errores, es decir, haciendo textos. El verbo ‘texere’, en latín, significa ‘tejer’. Escribir es eso: garrapatear una frase, borrarla, garrapatearla otra vez, tejerla con la siguiente, construir el sentido palabra a palabra. En cada línea fallo, en cada línea tengo una nueva oportunidad. Los errores nos retan y nos ayudan a sostener la búsqueda.
A veces el esfuerzo es insuficiente para enmendar el error. He aprendido también a bailármelo. Aparte de los yerros involuntarios derivados de mi torpeza, están los perpetrados a conciencia. Siempre he creído, por ejemplo, que es muy estúpido huir del amor para ahorrarse una estupidez. Así que cuando Cupido me apunta con su flecha le ofrezco el pecho, a sabiendas de que podría matarme. Después veré cómo diablos resucito. Si es imposible corregirlo, nos queda la opción de convertirlo, por lo menos, en un asunto bailable.
Alberto Salcedo Ramos / Etiqueta negra

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