lunes, 1 de julio de 2013

0 Los niños que crecieron sin mirar al cielo (I)


Los bebés emberá katío crecen mirando el cielo. Después de nacer, les quedan cientos de travesías por las selvas del Chocó. En las canastas que sus madres llevan sobre la espalda, y que sostienen con la fuerza de su cabeza gracias a un trapo que se amarran en la frente, van los niños que, embelesados, miran al cielo con esa particularidad de los recién nacidos: el asombro, la sorpresa de quien mira por vez primera.
El resguardo emberá La Puria está a tres horas, a pie, del sector conocido como El Once, en la vía que va de Carmen de Atrato a Quibdó. Para llegar hay que pasar por un camino de herradura en el que las personas se quedan enterradas; un camino, a veces, al borde un precipicio que termina en un agitado río; hay que pasar cuatro puentes que se mueven como columpios; un camino que los indígenas recorren de tiro, con un andar engañoso que parece lento, pero no.  
Son 480 indígenas los que viven en el resguardo. Las mujeres, que son las que trabajan, las que se encargan de ir hasta El Once por el mercado, no dejan nunca a sus hijos, y entonces por el camino se detienen para alimentarlos, unas veces con leche materna y otras tantas con agua que recogen de los nacimientos y a la que le mezclan leche en polvo. En los cañones de la trocha suenan cumbias, corridos norteños y vallenatos en radios de pilas, las canciones cuentan la historia de un hombre que no le comprará leche a un hijo porque no es suyo; de un hombre que dice ser un feliz raspachín de coca aunque está “en medio del fuego de dos”.
Pero no todos los niños emberá crecen mirando el cielo. El viernes, la comunidad indígena esperaba a 78 hermanos huidos hace dos años por el conflicto armado. Exactamente 18 familias, ya muy cambiadas, y 20 niños que no miraban al cielo.
***
En Niquitao, centro de Medellín, hay un sauce enorme de más de dos décadas. Ahí, al frente, está un inquilinato de fachada de adoquines de un café quemado. Adentro un bebé indígena de unos dos años, desnudo, que está protegido por un collar rojo y al que los mocos le bajan por la boca en una bomba espesa y blancuzca, me abraza la pierna. Desde el fondo, también llega un olor a bazuco que pica en la garganta.

El color rosa pálido del zaguán contrasta con el blanco sucio de la primera habitación en la que un bebé indígena duerme a pierna suelta y tres mujeres se peinan el pelo liso y largo, mientras dos niñitos las miran. Todos están sentados en la misma cama. Cuando ven la cámara corren para otra habitación que está más adentro, de allá adentro sale el humo del bazuco.
Desde hace dos años 10 familias emberá viven en esta casa grande de unos 15 metros hasta el patio, donde hay unas escaleras rojas para bajar a un sótano en el que está —este jueves caluroso— una anciana blanca de más de sesenta años que le da caladas a un pucho de bazuco tan largo como el dedo corazón y que se incendia. Está sentada en una silla café y más allá se ven unos hombres que también fuman, que escurren las miradas hacia afuera como animalitos de la oscuridad. Arriba, desde el patio, se ve la Alpujarra, sus oficinas blanquitas, el orden de la metrópoli. No saben allá abajo que aquí, a unas cuantas cuadras del centro administrativo, los niños indígenas crecen con el olor de la droga, que en la cocina, de un blanco extraño, con baldosas curtidas de humo, solo hierve agua en una olla arrocera.
—Nosotros llegamos aquí hace dos años, por la violencia, porque la guerrilla mató a una gente de su raza.
—¿Blancos?
—Sí, blancos, paisas.

Antonio José Quirágama está parado en la sala de la casa cuyas paredes rosadas marean. Tiene 28 años, le falta un semestre para terminar el bachillerato y tiene un collar artesanal con el escudo de Nacional. Es el líder de los indígenas emberá katío desplazados del resguardo La Puria, no está muy convencido de que el regreso les gusté a las 18 familias que la Alcaldía de Medellín retornará el viernes.
Daniel Rivera Marín / El Colombiano

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