martes, 2 de julio de 2013

0 Rocas de merengue

Los pícaros del siglo XVII y los vendedores de elixir del XIX conocían el secreto. Luego lo han reventado sus epígonos en indiscretas escuelas de negocios, donde llegan a bautizarlo como «tangibilizar». Emprendedores, estafadores y locos siempre han conocido el arte de crear entes; de sacar de la nada, sin necesidad, al fantasma, al destino que no existe: Barataria, Estado propio, Pacto Nacional para el Derecho a Decidir. Un oscuro camino falsamente fértil, ciertamente estéril, que enfrenta a los nacionalistas –por torticeras vías que ellos no pueden imaginar– con la advertencia de Guillermo de Occam, poco amigo de multiplicar espectros.

Deprimidos por lo que hallaron en Palacio tras los alegres tripartitos (una caja con telarañas, cuatro ordenanzas hurgando en las rendijas de los sofales), los hijos políticos y no políticos de Pujol se desquiciaron. Sin pasta no hay pesebre, ley de hierro. Advino una etapa de bulimia financiera que cursó con crisis de identidad y conductas de ludópatas ingresables. Como es sabido, dilapidaron el poco crédito que le quedaba a Cataluña recurriendo al sablazo patriótico y coronando un Everest de deuda (Hem fet el cim!).
Las perversas agencias de calificación nos humillaron colocando la deuda catalana en el servicio de caballeros de todos los bancos de Occidente. A disposición. No tardó en alcanzarles como el rayo el castigo, en forma de película de Costa-Gavras: El Capital. Pero todo esto a nosotros no nos arreglaba nada. El hecho es que la financiación de mi orgullosa tierra catalana, empezando por la honrada nómina, ha ido a depender de la liberalidad y discrecionalidad ¡de Montoro! El cruel. Había que inventar algo. Y vaya si se inventó.

Para empezar se inventó el derecho a decidir, constructo muy catalán, diseñado para aparentar una carga profunda de sentido y de justicia, cuando en realidad no significa nada. Suena inapelable, ¿verdad? Se diría que existe una forma pura en el mundo de las ideas donde los platónicos constatan: Mira, ahí está el Derecho a Decidir. Se inventó el Proceso, máquina del movimiento moral continuo, que avanza con su sola mención. Pronunciar la voz «proceso» yergue al muerto y lo pone a bailar. Todo esto tiene mucho de hechicería, lógicamente. Estamos hablando de nacionalismo, o sea: oscuridad, rechazo a la Ilustración (fotofobia), tendencia al bosque, a la noche cerrada, al excursionismo paramilitar, a los trasgos y endriagos, a las fogatas y a las guitarras mal tocadas, a los castillos incendiados, a las tempestades y a los naufragios. Tendencia a estimular la culpa ajena.

Han inventado todo tipo de… artefactos verbales… con mucha mayúscula, para que las fantasmagorías se asienten. Estamos ante técnicas avanzadas de cristalización o sublimación inversa, es decir, de solidificación directa de los gases. Por inventar, se inventaron el Consejo de Transición Nacional, y antes la Asamblea Nacional Catalana. Y ahora el Pacto de la desmesurada mesa cuadrada (sugiriendo sentido), a la que han sentado a tres sindicalistas, a cuatro presidentes de escalera a cinco ferreteros y a seis paniaguados de las cámaras de comercio. Deben simular que saben a lo que van. En un momento de lucidez, la patronal más seria, Fomento del Trabajo, se ha echado atrás, como el PSC. Arguyen que se les convocó a una reunión informativa (¿Pero esto qué es lo que es?) y que en el último momento la reunión se trocó en constitutiva, sesión de alquimia. Salieron corriendo, buenos son ellos. ¡Dios mío, todo son mayúsculas! Cierro los ojos y siento que podría comerme esos entes, como hago con las «rocas de merengue» de la pastelería de Figueres: rocas grandes, livianas como el aire.

Juan Carlos Girauta
ABC

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